En mi adolescencia, trabajé en un refugio de montaña, que cuyo nombre no quiero acordarme…
No. Es mentira.
Me acuerdo, y quiero acordarme. Tengo muy buenos recuerdos de esa etapa de mi vida. Ya os contaré más anécdotas de esos tiempos.
Era un sitio de esos, donde los montañeros y alpinistas, paran a hacer noche para, a la mañana siguiente y bien temprano (aún no han puesto ni las piedras a esas horas), salen a coronar uno de los dos tres mil que tenemos en la Península.
Y allí curraba yo, feliz entre montañas.
Un día, me asomé a la puerta del refugio, y vi en el cielo un gran ave volando en círculos. De repente, dejó de dar círculos, plegó su alas, y bajó en picado hacia una zona de la montaña que estaba delante del refugio. A ese pájaro, le siguió una veintena que no supe ver de dónde habían salido.
Y allí que va corriendo el intrépido de mí. Y tras haber pasado un par de lomas corriendo monte arriba, me topé de morros con esa veintena de buitres. Son imponentes cuando los tienes delante.
Y allí estaban. Ellos alrededor de una cabra que no volvería a balar, y un tío pasmado delante de todos. Quieto. Muy quieto. No quería asustar a ese documental de la 2 en vivo que estaba disfrutando.
He de hacer un apunte. Estos bichos en su hábitat natural, huelen a muerto.
Se siguieron varias semanas, que yo mismo me calzaba un mono de trabajo, uno de esos azules, y cargando con dos cubos de restos de «comida» (os recuerdo que los buitres son carroñeros), me daba unas caminatas por el monte para llevarles el contenido de esos cubos al mismo lugar donde me los encontré aquella vez.
Son listos. Mucho.
Cuando me veían desde las alturas que salía del refugio vestido como un mecánico, empezaban a volar en círculos sobre mi cabeza.
¿Y qué tiene que ver esto que te estoy contando con Orange Moon?
Pues que es importante cómo se viste uno. Porque te verán. Te reconocerán.
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